Porque la vida vale más que la persona que la habita.
Reflexión sobre la pena de muerte.
Los cimientos de nuestra civilización se sostienen sobre un
mar de sangre. El material con el que están construidos, es férreo, no lo es sin embargo la arena sobre la que
apoyan.
Una salvaje sed de sangre clama desde nuestro yo más
primitivo cuando perdemos a alguien. Tal vez, sea la consecuencia de una
educación que se ha ido transmitiendo tras generaciones, tal vez, los vestigios
de un cristianismo romano latente aun. Pero somos incapaces de entender y
asumir el dolor de esta vida si no es justificándolo, o en caso de no poder
justificarlo, buscar una causa exterior, a la que volcar nuestra ira que
enmascara la frustración. Este es uno de los motivos por los que las
desapariciones de gente son tan difíciles de sobrellevar. Sin un porqué, y peor
aún, sin nadie a quien culpar, sin nadie a quien castigar para así poder
restablecer el equilibrio de la justicia, sin nadie a quien odiar, a quien
desear la muerte, sin enemigo al que desear matar.
Reconocer el salvajismo al que nuestros ancestros estaban
abocados, y percibirlo en el interior de uno mismo como una herencia
inevitable, no nos hace mejores como seres humanos, pero la sinceridad es el
único camino hacia la mejora. Y la ignorancia voluntaria nos sume en una
oscuridad cuyas consecuencias son mucho más abyectas que la violencia física.
Pues no hay violencia en una sala de ejecuciones, todo tiene un momento
preciso, un orden. Incluso la satisfacción de los familiares de la víctima, se
ha convertido en una burocracia. Se permite odiar, se permite desear la muerte,
siempre y cuando sea el estado el que la administre. Una de las excusas es que
la justicia ha de ser impersonal, sin embargo, cuando están todos los
familiares en una sala, mirando cómo un asesino inhala un gas toxico hasta
morir, satisfacen sus deseos más íntimos
y personales.
En un principio, las leyes fueron creadas para igualar a los
débiles y a los fuertes, y acabar con la supremacía de los segundos. Se nos
enseña que matar no está bien (pronto ya no será una cuestión de bien o mal,
sino de más o menos cívico), sin embargo, si es el Estado el que ejecuta, no
sólo está permitido, sino que es lo correcto. Debemos reprimir nuestra
necesidad de matar a quien nos ha dañado, pero deleitarnos en que el estado
mate por nosotros, y disfrutarlo. Porque si no se nos permitiera disfrutarlo,
si la justicia fuera realmente ciega e imparcial, no satisfaría nuestra sed de venganza.
Sería simplemente, justa. Y si tratamos de definir el mundo en base a la
justicia, es inevitable comprender que vivimos en un mundo injusto. Vivimos
abocados a la destrucción y muerte de todo lo que amamos, unas veces antes, y
otras después. Y la frustración que ello conlleva es un odio enmascarado
hacia nosotros mismos, un odio que,
cuando alguien nos daña, focalizamos sobre esa persona tratando de darle
sentido. Si escogemos la justicia como guía, en un mundo injusto, no hallaremos
satisfacción alguna. Y a pesar de eso se la hemos comprado al estado de
bienestar a cambio de nuestra obediencia.
Matar al asesino no te va a devolver a su víctima, por mucho
te duela su ausencia. Matar a un asesino, no va a hacer del mundo un mejor
lugar, porque eliminas un asesino convirtiendo a una sala entera en asesinos,
asesinos ignorantes que sienten que enmascaran sus impulsos diciéndose que han hecho lo correcto por
seguir los dictados de un estado cuyo fin es hacerse tan necesario, que sus
usuarios sean plenos dependientes de él, no pacíficos, sino sumisos e
incapaces.
Por último, se puede escoger la venganza no como una
satisfacción, sino como un deber moral. La insatisfacción de no hacer aquello
que sinceramente uno cree que debe, eclipsa totalmente la pequeña satisfacción
que puede aportar estar en el camino correcto. Y si ese camino correcto, según
un precepto moral, te lleva a hacer algo incorrecto, como puede ser matar, no
debería haber satisfacción alguna.
Incluso entendiendo
la necesidad de matar a otra persona que según algún criterio sincero deba
morir, la pena de muerte, sería una perversión aberrante de un deber moral.
Arrebata la oportunidad de encontrarse en esa encrucijada de decidir si se ha
de matar o no, arrebata la oportunidad de que una persona comprenda que matando
no sería distinto del asesino al que pretende dar muerte. Nos exonera de la
culpa de matar, mientras alimenta nuestra sed de sangre. Nos convierte en
asesinos sin mancharnos las manos, y eso es una pena, porque si nos tuviéramos
que manchar las manos nosotros mismos, probablemente seríamos mucho más
cautelosos a la hora de desear una muerte, y más sinceros con lo que representa
arrebatar una vida, porque la vida vale más que la persona que la habita, sea
quien sea.
Candela Peláez Cornejo 3ºA
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