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Universidad Complutense de Madrid
Ética y Deontología del Trabajo Social
Curso 2013/2014

jueves, 15 de mayo de 2014

Porque la vida vale más que la persona que la habita. 

Reflexión sobre la pena de muerte.


Los cimientos de nuestra civilización se sostienen sobre un mar de sangre. El material con el que están construidos, es férreo,  no lo es sin embargo la arena sobre la que apoyan.
Una salvaje sed de sangre clama desde nuestro yo más primitivo cuando perdemos a alguien. Tal vez, sea la consecuencia de una educación que se ha ido transmitiendo tras generaciones, tal vez, los vestigios de un cristianismo romano latente aun. Pero somos incapaces de entender y asumir el dolor de esta vida si no es justificándolo, o en caso de no poder justificarlo, buscar una causa exterior, a la que volcar nuestra ira que enmascara la frustración. Este es uno de los motivos por los que las desapariciones de gente son tan difíciles de sobrellevar. Sin un porqué, y peor aún, sin nadie a quien culpar, sin nadie a quien castigar para así poder restablecer el equilibrio de la justicia, sin nadie a quien odiar, a quien desear la muerte, sin enemigo al que desear matar.

Reconocer el salvajismo al que nuestros ancestros estaban abocados, y percibirlo en el interior de uno mismo como una herencia inevitable, no nos hace mejores como seres humanos, pero la sinceridad es el único camino hacia la mejora. Y la ignorancia voluntaria nos sume en una oscuridad cuyas consecuencias son mucho más abyectas que la violencia física. Pues no hay violencia en una sala de ejecuciones, todo tiene un momento preciso, un orden. Incluso la satisfacción de los familiares de la víctima, se ha convertido en una burocracia. Se permite odiar, se permite desear la muerte, siempre y cuando sea el estado el que la administre. Una de las excusas es que la justicia ha de ser impersonal, sin embargo, cuando están todos los familiares en una sala, mirando cómo un asesino inhala un gas toxico hasta morir, satisfacen sus deseos más íntimos  y personales.

En un principio, las leyes fueron creadas para igualar a los débiles y a los fuertes, y acabar con la supremacía de los segundos. Se nos enseña que matar no está bien (pronto ya no será una cuestión de bien o mal, sino de más o menos cívico), sin embargo, si es el Estado el que ejecuta, no sólo está permitido, sino que es lo correcto. Debemos reprimir nuestra necesidad de matar a quien nos ha dañado, pero deleitarnos en que el estado mate por nosotros, y disfrutarlo. Porque si no se nos permitiera disfrutarlo, si la justicia fuera realmente ciega e imparcial, no satisfaría nuestra sed de venganza. Sería simplemente, justa. Y si tratamos de definir el mundo en base a la justicia, es inevitable comprender que vivimos en un mundo injusto. Vivimos abocados a la destrucción y muerte de todo lo que amamos, unas veces antes, y otras después. Y la frustración que ello conlleva es un odio enmascarado hacia  nosotros mismos, un odio que, cuando alguien nos daña, focalizamos sobre esa persona tratando de darle sentido. Si escogemos la justicia como guía, en un mundo injusto, no hallaremos satisfacción alguna. Y a pesar de eso se la hemos comprado al estado de bienestar a cambio de nuestra obediencia.

Matar al asesino no te va a devolver a su víctima, por mucho te duela su ausencia. Matar a un asesino, no va a hacer del mundo un mejor lugar, porque eliminas un asesino convirtiendo a una sala entera en asesinos, asesinos ignorantes que sienten que enmascaran sus impulsos  diciéndose que han hecho lo correcto por seguir los dictados de un estado cuyo fin es hacerse tan necesario, que sus usuarios sean plenos dependientes de él, no pacíficos, sino sumisos e incapaces.

Por último, se puede escoger la venganza no como una satisfacción, sino como un deber moral. La insatisfacción de no hacer aquello que sinceramente uno cree que debe, eclipsa totalmente la pequeña satisfacción que puede aportar estar en el camino correcto. Y si ese camino correcto, según un precepto moral, te lleva a hacer algo incorrecto, como puede ser matar, no debería haber satisfacción alguna.

 Incluso entendiendo la necesidad de matar a otra persona que según algún criterio sincero deba morir, la pena de muerte, sería una perversión aberrante de un deber moral. Arrebata la oportunidad de encontrarse en esa encrucijada de decidir si se ha de matar o no, arrebata la oportunidad de que una persona comprenda que matando no sería distinto del asesino al que pretende dar muerte. Nos exonera de la culpa de matar, mientras alimenta nuestra sed de sangre. Nos convierte en asesinos sin mancharnos las manos, y eso es una pena, porque si nos tuviéramos que manchar las manos nosotros mismos, probablemente seríamos mucho más cautelosos a la hora de desear una muerte, y más sinceros con lo que representa arrebatar una vida, porque la vida vale más que la persona que la habita, sea quien sea.

Candela Peláez Cornejo 3ºA

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